jueves, 1 de septiembre de 2016

¿Qué hay detrás de la ventana?


El otro día me encontré con Arturo Belano. Recorría una calle caliente del sur de la ciudad. De hecho, no se trataba de una calle; era, mejor, una porción de tierra que quería ser calle o que se había proyectado como calle, o que había sido calle, pero la extensión agreste de más allá la había convertido en una suerte de simulación de cualquier cosa. ¿Qué cosa? El mundo.

Belano se veía enfermo. Se veía delgado, amarillo y despeinado. Tenía las manos blancas. No digamos limpias, no, blancas como si acabaran de amasar pan, como si acabara de meter sus manos en un saco de harina. No pude arriesgar más conjeturas porque Belano me pidió que lo siguiera. Se dio media vuelta y encendió un cigarro, lo recortaba la luz rabiosa de un día que se negaba a someterse en la distancia tras unas montañas que parecían no siempre haber estado ahí.
Al principio no lo seguí. ¿Por qué iba a hacerlo? Cierto que Belano posaba de bacán y todo, pero no nos conocíamos muy bien, además, lo de sus manos me había inquietado; mis ojos se habían tropezado con unos guantes quirúrgicos cerca de donde él había estado de pie. Si cabe anotarlo y no resulta del todo exagerado, aquello me puso la piel de gallina. Después decidí seguirlo porque me había retado. Me había dicho que Bogotá no era mejor que el D.F., que, de hecho, era bien parecida a Villaviciosa, a Brownsville, a Blackcreek, que, mejor aún, Bogotá parecía haber sido la materialización de los planos soñados de Estridentópolis, que no le viniera con cabronadas de quedarme mirándolo alejarse en el crepúsculo, que me olvidara de que su cabello lo iba a desordenar el infausto viento de las orillas de esta ciudad infame a la que Le Corbusier había condenado a patear su miserable destino.

Aquello me pareció razonable, así que lo seguí. Sí, lo seguí por el abismo que es el erial en que termina la city, pero, luego, Belano se internó por una calle estrecha en la que parecía nacer y morir a iguales proporciones el ruido del descampado y del barrio en que se había convertido, de pronto, nuestro paseo.

Por decir cualquier cosa, le pregunté si recordaba qué cosas había discutido con Cesárea Tinarejo la noche antes de su muerte. Belano me miró con una expresión de por qué eres tan imbécil, Segrov, mira que andar preguntando por la poesía es una total imprudencia, que eso era como lanzarse a una jaula de leones famélicos o, peor, es como comprarse un paquete de maíz pira y sentarse, con gafas oscuras, a ver cómo el sol se devora todo, despacio, implacable. Me quedé callado, por supuesto.

Caminamos por espacio de una hora, nos movíamos por calles imposibles, calles de un solo andén, calles que eran como corredores en las que los perros no entraban por miedo a las ratas. Al fondo de una de esas calles había un muro, y en ese muro, que no estaba terminado y que se veía que daba a la nada, había una ventana. Belano me preguntó “¿Qué hay detrás de la ventana?”, yo me quedé callado. Belano supo que yo no iba a decir nada, que no iba a intentar una respuesta desesperada. Entonces me abrazó y sonrió, y me ofreció un cigarro. Y volvimos por donde habíamos venido.      
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtava .

miércoles, 27 de julio de 2016

Un fantasma en llamas


Sin demora, con los ojos puestos en la nada, sentado a una mesa en la mitad del desierto eterno que es el norte de México o que es México todo por debajo del tiempo y del trauma de la historia, una historia que no le toca, no del todo, que apenas le roza, porque México, lo que se dice México como región más transparente, por decirlo de algún modo, no le pertenece a esta dimensión, en la mitad de esa región escribe Fuentes.

Fuentes no escribió. Escribe. Que es como decir que sigue sentado a esa mesa con el polvo sobre las pestañas y las marcas del agua que le bajó y le sigue bajando de los ojos marcándole el rostro como si se tratara de motivos iconográficos o arquitecturas Toltecas o Aztecas, o Mayas. Pero la prosa de Fuentes es fantasmal. Lo que quiero decir es que Fuentes escribe acerca de fantasmas en zonas fantasmales o espectrales; escribe historias de fantasmas en las que los protagonistas no son fantasmas o almas desgraciadas, sino gente que se va a morir y que se mueve en el límite o al borde de un abismo o que se encuentra ya en caída libre, en ese punto sin retorno del que supo tan bien Kafka expresarse y del que Fuentes, sin duda, se apropia para internarse en el crepúsculo de las historias de su país, que es continente.


Los personajes de Fuentes son como los personajes de Vicente Fernández, es decir, los personajes que interpreta o que Vicente Fernández es por el espacio o la distancia que dura el celuloide de sus películas. Son personajes hechos para la muerte, seres que mueren acribillados al final de la historia. El proceso que los lleva desde un primer estado (que siempre es una escena congelada en la que el hombre o la mujer, o el animal, aparece quieto, mirando al firmamento como una estatua en espera de las lentas evoluciones cósmicas de las eras) hasta ese otro en el que se despiden salpicándonos la cara de sangre con júbilo es el mismo por el que pasa un aerolito que busca plantarse profundo bajo las tierras inhóspitas de Siberia, del Gobi o de Sonora: el cuerpo sideral está condenado a caer y a reventarse la madre contra las materias de este planeta, en todo caso, en su trayectoria, ilumina todo el firmamento, las montañas y caminos que se le atraviesan, y deja a más de uno ciego.

Cuando uno termina de leer a Fuentes debe hacer dos cosas: 1. Limpiarse las lágrimas hinchadas de ceniza de cuerpo calcinado; 2. Tomarse por los hombros y sacudirse enérgicamente para despertar (el efecto de la escritura de Fuentes es el de un dislocamiento que da entrada a una pesadilla, una pesadilla que, para colmo, no está poblada de gente que uno sólo conoce en los sueños y que hace parte de esa familia que nos corresponde en ese estado, y de cuyos sonambulismos nosotros hacemos parte integral y necesaria, sino que se encuentra poblada de fantasmas de fantasmas, es decir, de gente muerta que jamás conocimos, gente que murió en nuestro plano y que ha vuelto a morir en ese otro plano que es la muerte. Gente que va a seguir muriendo por toda la eternidad).


La muerte para Fuentes es eterna, no deja de pasar, como la vida. Pero la vida es el inicio y Fuentes sabe muy bien que la muerte es el fin y que, axiológicamente, una cosa sigue a la otra. También sabe que después del final no hay nada.

Fuentes se sienta a su mesa todos los días de su muerte y escribe.
Roberto Segrov
Julio de 2016
 
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtava .

domingo, 17 de julio de 2016

El escritor del hambre o un hacha para romper el hielo (Acerca de Vila-Matas y Bartleby & Co.)

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Roberto Segrov
Junio de 2016
*Las incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtav


[1] Así las cosas, es el rito el mecanismo que da cuenta de las manifestaciones escriturales de este tipo de libros fantasma. Lo que hay que entender es que el escritor no deja de aplicarse a la tarea de escribir y ficcionar la realidad. El ejercicio de imaginar es constante y como proceso en sí mismo vale. El silencio que se enmarca en la hoja no escrita es el mismo del sueño que se rescata a tirones en la mañana. El escritor del hambre prueba de este modo que la escritura es más un espacio que un hecho, más un movimiento performativo de la narrativa misma que un congelamiento impreso. El escritor del hambre lleva a cabo un rito callado de alusiones ilusorias, sus gestos mágicos conjuran el ruido del planeta y dan apertura a un espacio en el que la ficción como entidad antediluviana se manifiesta en su entera e inenarrable gloria. Una gloria que, por demás, es alarido desesperado, por supuesto.
[2] Hemingway, cómo no, supo expresarlo de manera más acertada. Si bien se puede pensar que Hemingway no fue un escritor del hambre o del silencio, o un anti-escritor, por decir, un Bartleby, sí lo fue de aquellos que rompen el hielo no con un hacha, sino con las manos desnudas. En todo caso, su producción escrita siempre fue desesperada. Eso de pararse frente a la máquina de escribir, de pie, a sangrar, es el acto de quien ronda las inmediaciones del abismo. Muy a su modo, lo dejó para la posteridad en sus formulaciones acerca de la oración perfecta. Previsiblemente, por supuesto, jamás la encontró, y su búsqueda se redujo a esto, lo cual cancela su obra toda. Eso y su sensación de abandono, dolor y desesperación al terminar de escribir un relato o una novela, como si acabara de hacer el amor.
[3] Es posible que Kafka se refiriera aquí al gesto sin sombras del que Borges hace eco en su disertación del Budismo. Del caso Tolstoi, ni hablar.

domingo, 26 de junio de 2016

L’homme de bureaucrate

Al otro lado de la mesa se sienta Camus. Lee un periódico. Se ha subido el cuello de la chaqueta. La mano izquierda se posa sobre ese lado del rostro. El dedo índice extendido a todo lo largo del contorno del pómulo y la sien; los demás dedos se enroscan sobre sí y sobre la boca. Camus lee el diario concentrado, pero su gesto es de dolor, de dolor y lectura. Cuando Albert lee, es como cuando hace el amor. Hacer el amor duele en cierto punto. Hay dos razones para ese dolor placentero al que Lacan llamó sinthome y que quiso unir al género femenino, creyendo que sólo ellas podrían llegar al éxtasis doloroso, a la aniquilación del satori, al nirvana de la despedida: la petite mort; una razón es el hallazgo de la brutalidad liminar bajo la piel del otro en el instante previo a la sima que conduce al país extraño, ese que Hemingway supo tan bien perfilar en su escritura dialógica. La otra razón es el coitus interruptus tántricus. Sólo el tantricus puede lograr ese estado, no un coitus interruptus común de esos que se le vienen a uno encima cuando se está a punto de llegar en el segmento equivocado del video porno que vemos o aquel que nos aborda, absurdo, cuando a punto de llegar bajo la mujer que amamos, o sobre el hombre que se ama, una calle desconocida se nos atraviesa por la mente, una calle que jamás hemos visitado, pero que tiene toda la carga melancólica de la historia de la humanidad, una calle sin nada de particular, una calle desierta que entra en nuestro imaginario y en nuestro placer inminente como un trasatlántico que se vuelca lentamente sobre la acera de enfrente.




Sospecho con bastante certeza que el placer doloroso que aplasta a Camus es de la segunda variedad.

Albert lee con el goce insoportable de quien ya va a terminar y no quiere correrse, no quiere que el ejercicio de funambulismo que supone aquello finalice nunca. Yo lo miro desde el otro lado de la mesa. Entre ambos media el abismo del tiempo, no el del lenguaje. Detesto el francés, debo confesar, pero por Camus hubiera aprendido a hablarlo, a recitarlo, a susurrarlo al oído de las damas y de los pordioseros.

Hay algo que me duele muchísimo. Veo a Camus al otro lado del abismo con toda su carga eléctrica de inconformismo político, con su pesada desazón teológica, con su libertad filosófica, y con toda la monstruosidad de su esperanza. Sí, de su esperanza en el hombre, en la especie humana. Lo miro y me dan ganas de llorar. Me dan ganas de echarme allí mismo a llorar, a sus pies, debajo de la mesa. Le veo como ese hombre que se abraza a una roca porque la roca es su casa, su pena y su hogar. Lo veo andar hacia esa piedra con toda la determinación de la prehistoria para abrazarse a esa esperanza petrificada y para empujar ese peso muerto pendiente arriba.

Pobre Camus. Mira que creer en el género humano es lo único que no le perdono. Camus es tanto o más grande que Kafka, pero en el panteón de mis dioses, qué digo, en el panteón de los dioses, se sienta un escalón más abajo de Kafka y de Dostoievski, y esto es por su debilidad para con el hombre.

Soldados nazis reaccionan ante imágenes de sus acciones sobre la población judía.

Pero Camus ascenderá a la trinidad de Kafka y Dostoievski, y se sentará a la diestra del vacío absoluto. Esto lo sé muy bien, por eso le elevo loas y le quemo inciensos, porque Camus sabía lo que hacía; al lado de su fe por la humanidad desarrolló su crítica a la burocracia: “Después del entierro, por el contrario, será un asunto resuelto y todo habrá revestido un aire más oficial” afirma Meursault. El desencanto de un autómata producto de la aniquilación de la razón es la profecía de aquello a lo que los estados someterían a las sociedades. Tras eso, lo único que nos quedaría para sintetizar una rabia que habría de definir las pulsiones de nuestro tiempo, sería el insulto capital, el grito en el desierto, el alarido de terror en la madrugada que prologa la catástrofe última: “¡Burócrata!”.

Pero el género humano pasará, no a la historia, pasará y quedarán las piedras. Quedará el eco de ese grito rodando por ahí en los valles.


Entonces, Camus ascenderá al lugar que le corresponde.       
Roberto Segrov
Junio 2016
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtava .

martes, 14 de junio de 2016

La noche del mono

Vengo de un paseo escabroso por La Pampa argentina de la mano de César Aira, lo cual es decir que vengo de una pesadilla de arreboles infaustos en compañía de Ema, la cautiva. Vengo de reposar entre las piernas de Ema. Vengo de su saliva simple y gris. Vengo de sus violentos galpones de faisán. Vengo de una inseminación artificial hecha a la maldita sea. Vengo de mirar la nada.

La saliva de Ema sabe a gris. Me inundé en esa saliva por un espacio insufrible, por el tiempo en que me sumergí en la luz histórica de La Pampa rebelde. De La Pampa enigmática. De La Pampa metafísica. No pude escuchar los ecos de ninguna música que no fuera She Painted Fire Across the Skyline de Agalloch en Pale Folklore. Un viento sistemático que se calla cuando las galaxias se revelan en el azul insólito de una apertura que no es de este planeta. Una apertura que es un vacío inabarcable. Que es la desazón. Que es la noche del mono. El rito del silencio. El delicado ritual de una respiración que todo lo sostiene con su perplejidad.

Me queda de ese viaje macabro la filosofía de los indios de La Pampa. La filosofía de las cautivas. La filosofía de los soldados. La filosofía de las piedras. La imagen infinita de los caballos carnívoros y de las perras del desierto. El desbordado fresco de una máquina capitalista que busca contener la agreste futilidad de la última tierra de la Argentina.


Aira (Ema) nos descoloca con su sintaxis científica, con sus revelaciones real mágicas, con la aparente calma de un mundo que busca desintegrarse porque donde no hay lenguaje todo es posible, menos la vida.

Ema, la cautiva es un mundo como un plano, o como la topología de una ciudad ultra industrial calcada sobre el erial del tiempo arquetípico en el que los límites se brotan de mutaciones tangenciales. Aira, con sus gafas y sus cejas enormes, le alarga a uno el diseño de la creación fallida de América Latina. Le alarga a uno una mano helada con unos papeles chorreantes. Ya que uno los recibe, los superpone y puede ver yuxtapuestos los esbozos, los proyectos insufribles del hombre; puede uno ver el holograma de los Chicago Boys recorriendo los límites de la Patagonia con sus sacos al hombro, con los sombreros barridos por el viento, con bocas que lo devoran todo en un rictus de burla. Los Chicago Boys saben muy bien lo que va a pasar con el continente. No les importa; han comprado boletos para sentarse en primera fila a presenciar cómo todo se revienta bajo el peso de la economía.




Uno mira a Aira, pero no le puede ver los ojos porque, como Arno Tieck, como Ulises Lima, como, Julián Sorel, como Ambrose Bierce, todo lo ha visto venir ya hace rato y la luz incandescente de nuestras certezas le rebota en el cristal reluciente de los anteojos.  

Roberto Segrov
Mayo 20, 2016
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtava .

lunes, 6 de junio de 2016

Escucho en mi sueño caer el árbol de tu voz

De Sin razón florecer, 2001 - Horacio Benavidez

Horacio Benavidez está muerto. No estoy seguro de ello. Pero me lo parece mucho. Su poesía me llega como un latido o una voz, o el lloro de un niño que se remueve bajo tierra. Es horrible. Cuando abro uno de sus libros, es como si la tierra bajo mis pies se reblandeciera y su música secreta, esa que se cifra en sus versos, empezara a emanar y a envenenarme. Es por eso que decidí que siempre que lo leyera, lo haría a unos ocho o diez pisos sobre el nivel del suelo. Pero entonces siento que el terreno bajo el edificio se hace cenagoso y comienzo a hundirme sin remedio, mientras Benavidez me recita una poesía despacito.

Benavidez ha escrito:

Baja el niño
la escala
leve como su sombra

también: 

Tarde sabrás
que eran imprescindibles
la silla la mesa tu perro
la flor que no veías

Con ello sabe muy bien a qué se refiere o, mejor dicho, no sabe. No sabe nada de nada. Yo creo que Horacio Benavidez no es consciente de lo que le pasa. De verdad que el hombre ignora que murió el otro día; que el otro día se levantó y dejó el cuerpo ahí atrás, reposando en la cama, como dormido. Sólo que habla con su muerte mientras duerme. Relata los andares de su espectro. Se ha levantado y ahora habita el envés de la vida. Se pasea por la zona crepuscular del mundo. Desde allá se trae esos poemas de contrabando que no son otra cosa que el negativo del tiempo y del clima. Que son noche y árbol, y distancias abordadas por el ladrido lejano y constante de los perros de la sierra y de las encrucijadas.



Son perros que se han perdido. Que también, yo creo, se han muerto sin saber y le adornan la permanencia a Benavidez. Como Horacio es un aparecido, es el mejor poeta de Colombia. Cierto que aún tenemos a Juan Manuel Roca (“Días como agujas” de Luna de ciegos, 1991) y a otro par de criminales infaustos de esa especie. Pero Benavidez es el mejor. Cuando pongo aquí que es el mejor, lo afirmo con ese ánimo destructivo de quien quiere que la poesía le haga una zanja a la insoportable calumnia de las horas, de quien quiere que por ahí se cuele la poesía como una serpiente coral, como una mamba negra, y todo lo envenene y lo licúe con su ponzoña.



Por eso Benavidez es el mejor. Porque nos abre un  hueco en las manos cada que nos aproximamos a él; porque no nos deja dormir con su gemido de ultratumba. Porque no duda en echarse al suelo junto al cadáver en que nos hemos ido convirtiendo, mientras nos deja caer encima lo siguiente:

— ¿Cierto que las que zumban son las abejas en torno a los caballos que comen caña?
—Sí hijo, son las abejas
— ¿Cierto que uno es el caballo negro y la otra la potranca alazana?
—Así es, el uno es el caballo de paso de tu padre y la otra la potranca alazana de tu abuelo
— ¿Cierto que es una mañana de sol y los caballos cabecean mientras comen?
—Bien dices, hijo, los caballos están adormilados y cabecean por la resolana 
(Cómo decirle que no se ve nada
y que las que zumban son las moscas
sobre nuestros cuerpos insepultos)
    

Con una canción de cuna de esas, ¿quién no se va a dormir tranquilo?

Roberto Segrov

27 de Mayo 2016
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive , de @BookImages y de @kulturtava .



jueves, 2 de junio de 2016

Un detective perdido en Latinoamérica

Sólo Roberto Bolaño se puede encargar de escribir una novela de búsquedas imposibles y personajes salidos de un capítulo de Perry Mason o de un comic de Fantomas, es decir, personajes como salidos de una tormenta de granizo, que ha sido sacados de una tormenta de granizo justo en el momento en que iban a estrellar sus automóviles contra una cerca o una piedra, o un muerto viviente en una carretera lejana de la Patagonia, o sea, una carretera como sacada de una novela de Cormac McCarthy; son personajes que se sientan todavía temblando y miran por la ventana, o no miran nada porque en una tormenta de granizo no se ve nada, pero hacen que miran por la ventana y tiemblan. Las búsquedas de estos personajes son imposibles y se reducen a pasillos que terminan en puertas clausuradas. El pasillo es Chile, que es decir Latinoamérica y América Central. Es decir, el mundo. El pasillo es oscuro y está adornado con fotografías de poetas anónimos. No hay ni una sola foto de Neruda o de Enrique Lihn, o de Gabriela Mistral, o de Nicanor Parra (principalmente porque a Parra no lo capta el espectro de luz que a los demás hombres empequeñece); hay muchas fotos de poetas y de malabaristas, y de niños perdidos, de perros perdidos, de mujeres muertas y de aviones de la segunda guerra mundial (porque esa fue también nuestra guerra) y al final hay una puerta. Siempre hay una puerta al final de las novelas de Bolaño. No hay ventanas o jardines o ventanas francesas que den a jardines o paredes desnudas. No, hay puertas y esas puertas están siempre cerradas al mejor estilo lovecraftiano. Porque esas puertas no están cerradas con llave o clausuradas por el tiempo, están cerradas sin pasador, pero nunca se puede entrar porque al otro lado sólo hay fantasmas o una habitación vacía, o una habitación con una cama y un televisor. En la cama hay un asesino que mira una película porno, pero el asesino no se masturba porque está más pendiente de la puerta que de la película, no porque se trate de una mala película (¿qué película pornográfica es tan estulta que no se la pueda ver? Quiero decir, ¿que no se la pueda ver sin estar sólo a la espera de los créditos?).



Las novelas de Bolaño son eso. Son una pesadilla. Una pesadilla deliciosa en la que nos encontramos un día mientras vamos al trabajo o caminamos por la calle o estamos en un ascensor con gente de pesadilla que se dirige a sus oficinas de pesadilla en algún barrio del infierno, que es donde normalmente uno se encuentra cuando abre una novela de Bolaño y se aplica a su lectura. Mientras leemos habremos de transitar por corredores y parques desolados, tomaremos café en leche con extraños a los que querremos seguir a donde sea, incluso si eso significa que terminemos en una bolsa de basura en algún basurero de México D.F., de Santiago de Chile, o de Bogotá; o querremos que esos extraños nos lleven a sus hoteles y nos violen y luego nos dejen allí palpitando fascinados.



Llegados al final de la lectura, encontraremos la puerta. Ésta será una puerta convencional que no podremos tocar porque la lectura se interrumpirá de manera brutal, porque Bolaño nos ha mostrado el horror con sorna, piedad y amor, pero no es tan infame como para escupirnos a la cara.
Roberto Segrov
Bogotá lunes 28 de marzo 2016

*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive , de @BookImages y de @kulturtava .




domingo, 22 de mayo de 2016

Encuentros con Pola

He tenido mis encuentros con Pola Oloixarac. Todos funestos. De todos he escapado vivo de puro milagro o por mero accidente. Nuestro primer encuentro fue hace años. Leía yo una revista en la que vi su foto. Me miraba desde un fondo en penumbra y la postura de su rostro, el ángulo en que estaba, hacía que me mirara como me miraba, sus ojos subían dejando caer el largo párpado sobre las pupilas, revelando una pequeña porción de la blanca esclera (o sea, la epiesclera, como todos sabemos). Parecía advertirme que me mantuviera alejado para evitar quemarme o derretirme con su fuerza ciclónica de hembra cibernética. Porque parecía (o era) una diosa de metal y alambres que te podía masticar despacio le rindieras tributo o no, cerraras los ojos o no, alargaras tu mano o no. Como es evidente, la foto empezó a hacer parte de mi colección personal de reliquias amargas y amuletos del infortunio, y tótems del misterio.

La segunda ocasión fue tanto más aterradora. Me encontraba yo en mi habitual pesquisa para dar con entrevistas a escritores en You Tube (venía de una seguidilla de unas cuatro o cinco horas en la que había pasado de Cortázar a Gabo y de éste a Sábato y de Sábato a Foster Wallace, a Juan Rulfo, a Jonathan Franzen, a Rodrigo Fresán, César Aira y a Roberto Bolaño) y de pronto, en la lista de videos de la derecha, vi un rostro desenfadado de turca bonaerense. Temí escuchar su voz porque ya la había escuchado bastante en mi cabeza hablándome días antes, y no soportaba la idea de que pudiese cambiar. La escuché leer las primeras líneas de sus (Las) Teorías Salvajes y deseé (o imaginé o lo soñé, no lo recuerdo bien) estar en un callejón maldito, en la frontera última de la galaxia, donde la materia oscura se desbarranca, y quise estar en un trance insospechado de inercia imparable, pero Pola estaba sentada (o debía estarlo) en el suelo roto de ese callejón final, y leía con su voz imposible las primeras y últimas líneas de las teorías y yo podía alargar la mano y tocarle el cabello, pero ella no levantaba la mirada.



Aún tuve dos encuentros más con Pola. El siguiente fue cuando por fin robé su libro de una librería prestigiosa del centro de la ciudad. Salí como levitando del lugar (había adquirido unos poderes especiales que me permitían robar y andar como si nada) y me senté a leer en una cafetería frente a una cerveza que se calentó porque aquel relato me tomó por asalto, y cuando uno lo lee expele una energía que pone a vibrar el espacio a todo el alrededor, y la gente se levanta de sus mesas pensando que un meteoro se aproxima o que un espectro se ha colado por un sifón. Ya que hube terminado, sentí como si una aplanadora me hubiera pasado por encima, o como si me hubieran dado una paliza, o como si hubiera estado en una ceremonia de iniciación en Papua, Nueva Guinea, y me hubieran lanzado de alimento a los dentados jabalíes. Lo que más recuerdo de aquel episodio insólito son las botitas coquetas de Pola, eso y sus imágenes de sintaxis sólida. 

Lo siguiente que supe, y de lo cual no me enteré antes porque son cosas que no hay que saber, porque es mejor andar por el mundo de los escritores sin saber ciertas cosas, fue lo de la lista Granta. Aquello me puso la piel de gallina. Es decir, ¿quién necesita una lista de esas? La lista Granta de escritores latinoamericanos menores de treinta años. El título es ominoso. De allí rescaté su nombre como sacándolo de una tormenta de flemas. Lo limpié y lo contemplé renovado, y dejé que los demás nombres de la lista ardieran en el vacío de su insufrible destino.



Mi último encuentro con Pola aún está por resolverse. Fui a una librería y pedí su último libro, Las constelaciones oscuras. Pedí que me lo envolvieran muy bien. Lo metí al fondo de mi maleta (sí, todavía llevo maleta, ¿dónde más voy a llevar todos mis libros? Uno no puede salir a las calles salvajes del mundo sin un arma de despedida). Ya que llegué a casa, fui por unas pinzas a la cocina, saqué el libro como si se tratara de una ojiva termonuclear y lo puse en mi biblioteca a buen recaudo entre Villa-Matas (Exploradores del abismo) y H.P. Lovecraft (At the Mountains of Madness).


A veces no puedo dormir porque siento que el libro vibra. Siento pasos andar por la sala. Temo que un día Pola venga a forzarme, a darme de trompadas y a quemarme con sus besos y sus miradas de sefardí canonizada.


*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive , de @BookImages y de @kulturtava
Roberto Segrov
10 de Mayo 2016

Adjunto la dirección del blog de Pola Oloixarac: http://melpomenemag.blogspot.com.co/

lunes, 16 de mayo de 2016

La literatura del trauma



A Stefan Zweig no le gusta insultar a la gente. Es decir, no le interesa lanzarle miradas despreciativas a sus lectores. No al estilo Bolaño o Nooteboom. Cierto es que Zweig, como en un sueño (uno de esos sueños que ocurren poco antes de despertar, cuando el cuerpo quiere cambiar de posición pero no lo hace porque sabe que el sueño se derrumba y las células de ese mundo frágil y profundo y poderoso, y desmesurado como un abismo pintado bajo nuestras camas o bajo nuestras sábanas o, mejor, bajo nuestra respiración, esas células explotan y los muros del día –o de la noche- se nos vienen encima y nos aplastan la mirada); cierto es, decía, que Zweig elige (como en un sueño o el naufragio de un sueño) el camino del exilio, puesto que se ha cansado de la especie humana. No obstante, no tiene el temperamento del chacal letrado, no se le ocurre, porque es un hombre decente (demasiado decente en ocasiones, pero brillante siempre), abofetearnos con su tortuosa ilustración. Habría que tomar por ejemplo, por decir, Novela de ajedrez o Die Schachnovelle (1941) que es su título en alemán, y entender que pudiendo satisfacer el hambre intelectual, Zweig pudo diseñar un artefacto, una máquina, un aparato explosivo que nos quemara las pestañas y nos dejara cansados. Pero no, el bueno de Stefan no escribe un tratado ajedrecístico. Pudo hacerlo, de hecho debió ser un jugador virtuoso, un depredador ludópata del ajedrez y de su hermana bastarda, las Damas, y, ¿por qué no? Del Go; el hermano monje, el shaolin de los juegos de mesa. Zweig hace, sin embargo, como que conoce las reglas básicas del juego y no se detiene en minuciosidades que nos llenen los ojos de lágrimas. A Zweig lo que le interesa es la excusa. Zweig es un escritor lleno de excusas, que se disculpa por su elegancia y le prende fuego a los relatos de la historia para hacerlos arder ante nuestros rostros espantados.

Su tema siempre fue el desatino, el absurdo, la neurosis, es decir, su tema fue la obsesión. Una obsesión que llena a sus personajes de motivos para seguir, de motivos para extinguirse en la locura (o para erigirse como colosos sobre las cenizas pisoteadas de la locura). La transitoriedad de un viaje en barco, en un no espacio como lo es el océano; la acción minimalista de unos personajes que son pinceladas gruesas de unos caracteres caníbales; un inútil juego de mesa; la memoria como lecho del encierro y del horror; el vaciamiento de la razón; la acción y el congelamiento son las armas de las que Zweig se vale para simular y disimular, y revelar a la vez una verdad incandescente y brutal como la poesía con que escribió la época en que el desatino político y mitológico de un pueblo condenó al fracaso al género humano.


No, Zweig no es de los que insulta a la gente, sólo nos mira, cierto que con una sonrisa ambivalente, cierto que con una sonrisa que no sabemos si vemos, que no sabemos si pertenece a este mundo, pero es sólo eso, una sonrisa. Una sonrisa como la mirada de Nooteboom, es cierto, porque Zweig y Cess Nooteboom son como Hansel y Gretel pero ¿quién es Hansel y quién Gretel? Zweig sonríe como sonríe, Cess nos mira como habiendo cometido una travesura horrorosa, y ambos se componen del mismo material, hay que decirlo; ambos están aplastados bajo la impedimenta de la misma crisis. Una crisis que está cifrada en una cicatriz que se hunde bajo los avergonzados pies de Europa, y que le han regalado en tributo a la aburrida acumulación de las acciones humanas. Lo demás, es historia. 




*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive , de @BookImages y de @kulturtava

Roberto Segrov
Bogotá 17 de abril de 2016