domingo, 26 de junio de 2016

L’homme de bureaucrate

Al otro lado de la mesa se sienta Camus. Lee un periódico. Se ha subido el cuello de la chaqueta. La mano izquierda se posa sobre ese lado del rostro. El dedo índice extendido a todo lo largo del contorno del pómulo y la sien; los demás dedos se enroscan sobre sí y sobre la boca. Camus lee el diario concentrado, pero su gesto es de dolor, de dolor y lectura. Cuando Albert lee, es como cuando hace el amor. Hacer el amor duele en cierto punto. Hay dos razones para ese dolor placentero al que Lacan llamó sinthome y que quiso unir al género femenino, creyendo que sólo ellas podrían llegar al éxtasis doloroso, a la aniquilación del satori, al nirvana de la despedida: la petite mort; una razón es el hallazgo de la brutalidad liminar bajo la piel del otro en el instante previo a la sima que conduce al país extraño, ese que Hemingway supo tan bien perfilar en su escritura dialógica. La otra razón es el coitus interruptus tántricus. Sólo el tantricus puede lograr ese estado, no un coitus interruptus común de esos que se le vienen a uno encima cuando se está a punto de llegar en el segmento equivocado del video porno que vemos o aquel que nos aborda, absurdo, cuando a punto de llegar bajo la mujer que amamos, o sobre el hombre que se ama, una calle desconocida se nos atraviesa por la mente, una calle que jamás hemos visitado, pero que tiene toda la carga melancólica de la historia de la humanidad, una calle sin nada de particular, una calle desierta que entra en nuestro imaginario y en nuestro placer inminente como un trasatlántico que se vuelca lentamente sobre la acera de enfrente.




Sospecho con bastante certeza que el placer doloroso que aplasta a Camus es de la segunda variedad.

Albert lee con el goce insoportable de quien ya va a terminar y no quiere correrse, no quiere que el ejercicio de funambulismo que supone aquello finalice nunca. Yo lo miro desde el otro lado de la mesa. Entre ambos media el abismo del tiempo, no el del lenguaje. Detesto el francés, debo confesar, pero por Camus hubiera aprendido a hablarlo, a recitarlo, a susurrarlo al oído de las damas y de los pordioseros.

Hay algo que me duele muchísimo. Veo a Camus al otro lado del abismo con toda su carga eléctrica de inconformismo político, con su pesada desazón teológica, con su libertad filosófica, y con toda la monstruosidad de su esperanza. Sí, de su esperanza en el hombre, en la especie humana. Lo miro y me dan ganas de llorar. Me dan ganas de echarme allí mismo a llorar, a sus pies, debajo de la mesa. Le veo como ese hombre que se abraza a una roca porque la roca es su casa, su pena y su hogar. Lo veo andar hacia esa piedra con toda la determinación de la prehistoria para abrazarse a esa esperanza petrificada y para empujar ese peso muerto pendiente arriba.

Pobre Camus. Mira que creer en el género humano es lo único que no le perdono. Camus es tanto o más grande que Kafka, pero en el panteón de mis dioses, qué digo, en el panteón de los dioses, se sienta un escalón más abajo de Kafka y de Dostoievski, y esto es por su debilidad para con el hombre.

Soldados nazis reaccionan ante imágenes de sus acciones sobre la población judía.

Pero Camus ascenderá a la trinidad de Kafka y Dostoievski, y se sentará a la diestra del vacío absoluto. Esto lo sé muy bien, por eso le elevo loas y le quemo inciensos, porque Camus sabía lo que hacía; al lado de su fe por la humanidad desarrolló su crítica a la burocracia: “Después del entierro, por el contrario, será un asunto resuelto y todo habrá revestido un aire más oficial” afirma Meursault. El desencanto de un autómata producto de la aniquilación de la razón es la profecía de aquello a lo que los estados someterían a las sociedades. Tras eso, lo único que nos quedaría para sintetizar una rabia que habría de definir las pulsiones de nuestro tiempo, sería el insulto capital, el grito en el desierto, el alarido de terror en la madrugada que prologa la catástrofe última: “¡Burócrata!”.

Pero el género humano pasará, no a la historia, pasará y quedarán las piedras. Quedará el eco de ese grito rodando por ahí en los valles.


Entonces, Camus ascenderá al lugar que le corresponde.       
Roberto Segrov
Junio 2016
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtava .

martes, 14 de junio de 2016

La noche del mono

Vengo de un paseo escabroso por La Pampa argentina de la mano de César Aira, lo cual es decir que vengo de una pesadilla de arreboles infaustos en compañía de Ema, la cautiva. Vengo de reposar entre las piernas de Ema. Vengo de su saliva simple y gris. Vengo de sus violentos galpones de faisán. Vengo de una inseminación artificial hecha a la maldita sea. Vengo de mirar la nada.

La saliva de Ema sabe a gris. Me inundé en esa saliva por un espacio insufrible, por el tiempo en que me sumergí en la luz histórica de La Pampa rebelde. De La Pampa enigmática. De La Pampa metafísica. No pude escuchar los ecos de ninguna música que no fuera She Painted Fire Across the Skyline de Agalloch en Pale Folklore. Un viento sistemático que se calla cuando las galaxias se revelan en el azul insólito de una apertura que no es de este planeta. Una apertura que es un vacío inabarcable. Que es la desazón. Que es la noche del mono. El rito del silencio. El delicado ritual de una respiración que todo lo sostiene con su perplejidad.

Me queda de ese viaje macabro la filosofía de los indios de La Pampa. La filosofía de las cautivas. La filosofía de los soldados. La filosofía de las piedras. La imagen infinita de los caballos carnívoros y de las perras del desierto. El desbordado fresco de una máquina capitalista que busca contener la agreste futilidad de la última tierra de la Argentina.


Aira (Ema) nos descoloca con su sintaxis científica, con sus revelaciones real mágicas, con la aparente calma de un mundo que busca desintegrarse porque donde no hay lenguaje todo es posible, menos la vida.

Ema, la cautiva es un mundo como un plano, o como la topología de una ciudad ultra industrial calcada sobre el erial del tiempo arquetípico en el que los límites se brotan de mutaciones tangenciales. Aira, con sus gafas y sus cejas enormes, le alarga a uno el diseño de la creación fallida de América Latina. Le alarga a uno una mano helada con unos papeles chorreantes. Ya que uno los recibe, los superpone y puede ver yuxtapuestos los esbozos, los proyectos insufribles del hombre; puede uno ver el holograma de los Chicago Boys recorriendo los límites de la Patagonia con sus sacos al hombro, con los sombreros barridos por el viento, con bocas que lo devoran todo en un rictus de burla. Los Chicago Boys saben muy bien lo que va a pasar con el continente. No les importa; han comprado boletos para sentarse en primera fila a presenciar cómo todo se revienta bajo el peso de la economía.




Uno mira a Aira, pero no le puede ver los ojos porque, como Arno Tieck, como Ulises Lima, como, Julián Sorel, como Ambrose Bierce, todo lo ha visto venir ya hace rato y la luz incandescente de nuestras certezas le rebota en el cristal reluciente de los anteojos.  

Roberto Segrov
Mayo 20, 2016
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtava .

lunes, 6 de junio de 2016

Escucho en mi sueño caer el árbol de tu voz

De Sin razón florecer, 2001 - Horacio Benavidez

Horacio Benavidez está muerto. No estoy seguro de ello. Pero me lo parece mucho. Su poesía me llega como un latido o una voz, o el lloro de un niño que se remueve bajo tierra. Es horrible. Cuando abro uno de sus libros, es como si la tierra bajo mis pies se reblandeciera y su música secreta, esa que se cifra en sus versos, empezara a emanar y a envenenarme. Es por eso que decidí que siempre que lo leyera, lo haría a unos ocho o diez pisos sobre el nivel del suelo. Pero entonces siento que el terreno bajo el edificio se hace cenagoso y comienzo a hundirme sin remedio, mientras Benavidez me recita una poesía despacito.

Benavidez ha escrito:

Baja el niño
la escala
leve como su sombra

también: 

Tarde sabrás
que eran imprescindibles
la silla la mesa tu perro
la flor que no veías

Con ello sabe muy bien a qué se refiere o, mejor dicho, no sabe. No sabe nada de nada. Yo creo que Horacio Benavidez no es consciente de lo que le pasa. De verdad que el hombre ignora que murió el otro día; que el otro día se levantó y dejó el cuerpo ahí atrás, reposando en la cama, como dormido. Sólo que habla con su muerte mientras duerme. Relata los andares de su espectro. Se ha levantado y ahora habita el envés de la vida. Se pasea por la zona crepuscular del mundo. Desde allá se trae esos poemas de contrabando que no son otra cosa que el negativo del tiempo y del clima. Que son noche y árbol, y distancias abordadas por el ladrido lejano y constante de los perros de la sierra y de las encrucijadas.



Son perros que se han perdido. Que también, yo creo, se han muerto sin saber y le adornan la permanencia a Benavidez. Como Horacio es un aparecido, es el mejor poeta de Colombia. Cierto que aún tenemos a Juan Manuel Roca (“Días como agujas” de Luna de ciegos, 1991) y a otro par de criminales infaustos de esa especie. Pero Benavidez es el mejor. Cuando pongo aquí que es el mejor, lo afirmo con ese ánimo destructivo de quien quiere que la poesía le haga una zanja a la insoportable calumnia de las horas, de quien quiere que por ahí se cuele la poesía como una serpiente coral, como una mamba negra, y todo lo envenene y lo licúe con su ponzoña.



Por eso Benavidez es el mejor. Porque nos abre un  hueco en las manos cada que nos aproximamos a él; porque no nos deja dormir con su gemido de ultratumba. Porque no duda en echarse al suelo junto al cadáver en que nos hemos ido convirtiendo, mientras nos deja caer encima lo siguiente:

— ¿Cierto que las que zumban son las abejas en torno a los caballos que comen caña?
—Sí hijo, son las abejas
— ¿Cierto que uno es el caballo negro y la otra la potranca alazana?
—Así es, el uno es el caballo de paso de tu padre y la otra la potranca alazana de tu abuelo
— ¿Cierto que es una mañana de sol y los caballos cabecean mientras comen?
—Bien dices, hijo, los caballos están adormilados y cabecean por la resolana 
(Cómo decirle que no se ve nada
y que las que zumban son las moscas
sobre nuestros cuerpos insepultos)
    

Con una canción de cuna de esas, ¿quién no se va a dormir tranquilo?

Roberto Segrov

27 de Mayo 2016
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive , de @BookImages y de @kulturtava .



jueves, 2 de junio de 2016

Un detective perdido en Latinoamérica

Sólo Roberto Bolaño se puede encargar de escribir una novela de búsquedas imposibles y personajes salidos de un capítulo de Perry Mason o de un comic de Fantomas, es decir, personajes como salidos de una tormenta de granizo, que ha sido sacados de una tormenta de granizo justo en el momento en que iban a estrellar sus automóviles contra una cerca o una piedra, o un muerto viviente en una carretera lejana de la Patagonia, o sea, una carretera como sacada de una novela de Cormac McCarthy; son personajes que se sientan todavía temblando y miran por la ventana, o no miran nada porque en una tormenta de granizo no se ve nada, pero hacen que miran por la ventana y tiemblan. Las búsquedas de estos personajes son imposibles y se reducen a pasillos que terminan en puertas clausuradas. El pasillo es Chile, que es decir Latinoamérica y América Central. Es decir, el mundo. El pasillo es oscuro y está adornado con fotografías de poetas anónimos. No hay ni una sola foto de Neruda o de Enrique Lihn, o de Gabriela Mistral, o de Nicanor Parra (principalmente porque a Parra no lo capta el espectro de luz que a los demás hombres empequeñece); hay muchas fotos de poetas y de malabaristas, y de niños perdidos, de perros perdidos, de mujeres muertas y de aviones de la segunda guerra mundial (porque esa fue también nuestra guerra) y al final hay una puerta. Siempre hay una puerta al final de las novelas de Bolaño. No hay ventanas o jardines o ventanas francesas que den a jardines o paredes desnudas. No, hay puertas y esas puertas están siempre cerradas al mejor estilo lovecraftiano. Porque esas puertas no están cerradas con llave o clausuradas por el tiempo, están cerradas sin pasador, pero nunca se puede entrar porque al otro lado sólo hay fantasmas o una habitación vacía, o una habitación con una cama y un televisor. En la cama hay un asesino que mira una película porno, pero el asesino no se masturba porque está más pendiente de la puerta que de la película, no porque se trate de una mala película (¿qué película pornográfica es tan estulta que no se la pueda ver? Quiero decir, ¿que no se la pueda ver sin estar sólo a la espera de los créditos?).



Las novelas de Bolaño son eso. Son una pesadilla. Una pesadilla deliciosa en la que nos encontramos un día mientras vamos al trabajo o caminamos por la calle o estamos en un ascensor con gente de pesadilla que se dirige a sus oficinas de pesadilla en algún barrio del infierno, que es donde normalmente uno se encuentra cuando abre una novela de Bolaño y se aplica a su lectura. Mientras leemos habremos de transitar por corredores y parques desolados, tomaremos café en leche con extraños a los que querremos seguir a donde sea, incluso si eso significa que terminemos en una bolsa de basura en algún basurero de México D.F., de Santiago de Chile, o de Bogotá; o querremos que esos extraños nos lleven a sus hoteles y nos violen y luego nos dejen allí palpitando fascinados.



Llegados al final de la lectura, encontraremos la puerta. Ésta será una puerta convencional que no podremos tocar porque la lectura se interrumpirá de manera brutal, porque Bolaño nos ha mostrado el horror con sorna, piedad y amor, pero no es tan infame como para escupirnos a la cara.
Roberto Segrov
Bogotá lunes 28 de marzo 2016

*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive , de @BookImages y de @kulturtava .