jueves, 2 de junio de 2016

Un detective perdido en Latinoamérica

Sólo Roberto Bolaño se puede encargar de escribir una novela de búsquedas imposibles y personajes salidos de un capítulo de Perry Mason o de un comic de Fantomas, es decir, personajes como salidos de una tormenta de granizo, que ha sido sacados de una tormenta de granizo justo en el momento en que iban a estrellar sus automóviles contra una cerca o una piedra, o un muerto viviente en una carretera lejana de la Patagonia, o sea, una carretera como sacada de una novela de Cormac McCarthy; son personajes que se sientan todavía temblando y miran por la ventana, o no miran nada porque en una tormenta de granizo no se ve nada, pero hacen que miran por la ventana y tiemblan. Las búsquedas de estos personajes son imposibles y se reducen a pasillos que terminan en puertas clausuradas. El pasillo es Chile, que es decir Latinoamérica y América Central. Es decir, el mundo. El pasillo es oscuro y está adornado con fotografías de poetas anónimos. No hay ni una sola foto de Neruda o de Enrique Lihn, o de Gabriela Mistral, o de Nicanor Parra (principalmente porque a Parra no lo capta el espectro de luz que a los demás hombres empequeñece); hay muchas fotos de poetas y de malabaristas, y de niños perdidos, de perros perdidos, de mujeres muertas y de aviones de la segunda guerra mundial (porque esa fue también nuestra guerra) y al final hay una puerta. Siempre hay una puerta al final de las novelas de Bolaño. No hay ventanas o jardines o ventanas francesas que den a jardines o paredes desnudas. No, hay puertas y esas puertas están siempre cerradas al mejor estilo lovecraftiano. Porque esas puertas no están cerradas con llave o clausuradas por el tiempo, están cerradas sin pasador, pero nunca se puede entrar porque al otro lado sólo hay fantasmas o una habitación vacía, o una habitación con una cama y un televisor. En la cama hay un asesino que mira una película porno, pero el asesino no se masturba porque está más pendiente de la puerta que de la película, no porque se trate de una mala película (¿qué película pornográfica es tan estulta que no se la pueda ver? Quiero decir, ¿que no se la pueda ver sin estar sólo a la espera de los créditos?).



Las novelas de Bolaño son eso. Son una pesadilla. Una pesadilla deliciosa en la que nos encontramos un día mientras vamos al trabajo o caminamos por la calle o estamos en un ascensor con gente de pesadilla que se dirige a sus oficinas de pesadilla en algún barrio del infierno, que es donde normalmente uno se encuentra cuando abre una novela de Bolaño y se aplica a su lectura. Mientras leemos habremos de transitar por corredores y parques desolados, tomaremos café en leche con extraños a los que querremos seguir a donde sea, incluso si eso significa que terminemos en una bolsa de basura en algún basurero de México D.F., de Santiago de Chile, o de Bogotá; o querremos que esos extraños nos lleven a sus hoteles y nos violen y luego nos dejen allí palpitando fascinados.



Llegados al final de la lectura, encontraremos la puerta. Ésta será una puerta convencional que no podremos tocar porque la lectura se interrumpirá de manera brutal, porque Bolaño nos ha mostrado el horror con sorna, piedad y amor, pero no es tan infame como para escupirnos a la cara.
Roberto Segrov
Bogotá lunes 28 de marzo 2016

*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive , de @BookImages y de @kulturtava .




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