El otro día me encontré con Arturo Belano. Recorría
una calle caliente del sur de la ciudad. De hecho, no se trataba de una calle;
era, mejor, una porción de tierra que quería ser calle o que se había
proyectado como calle, o que había sido calle, pero la extensión agreste de más
allá la había convertido en una suerte de simulación de cualquier cosa.
¿Qué cosa? El mundo.
Belano se veía enfermo. Se veía delgado, amarillo y
despeinado. Tenía las manos blancas. No digamos limpias, no, blancas como
si acabaran de amasar pan, como si acabara de meter sus manos en un saco de
harina. No pude arriesgar más conjeturas porque Belano me pidió que lo
siguiera. Se dio media vuelta y encendió un cigarro, lo recortaba la luz rabiosa
de un día que se negaba a someterse en la distancia tras unas montañas que
parecían no siempre haber estado ahí.
Al principio no lo seguí. ¿Por qué iba a hacerlo?
Cierto que Belano posaba de bacán y todo, pero no nos conocíamos muy bien,
además, lo de sus manos me había inquietado; mis ojos se habían tropezado con
unos guantes quirúrgicos cerca de donde él había estado de pie. Si cabe
anotarlo y no resulta del todo exagerado, aquello me puso la piel de gallina.
Después decidí seguirlo porque me había retado. Me había dicho que Bogotá no
era mejor que el D.F., que, de hecho, era bien parecida a Villaviciosa, a
Brownsville, a Blackcreek, que, mejor aún, Bogotá parecía haber sido la
materialización de los planos soñados de Estridentópolis, que no le viniera con
cabronadas de quedarme mirándolo alejarse en el crepúsculo, que me olvidara de
que su cabello lo iba a desordenar el infausto viento de las orillas de esta
ciudad infame a la que Le Corbusier había condenado a patear su miserable
destino.
Aquello me pareció razonable, así que lo seguí. Sí, lo
seguí por el abismo que es el erial en que termina la city, pero, luego, Belano
se internó por una calle estrecha en la que parecía nacer y morir a iguales
proporciones el ruido del descampado y del barrio en que se había convertido,
de pronto, nuestro paseo.
Por decir cualquier cosa, le pregunté si recordaba qué
cosas había discutido con Cesárea Tinarejo la noche antes de su muerte. Belano
me miró con una expresión de por qué eres tan imbécil, Segrov, mira que andar
preguntando por la poesía es una total imprudencia, que eso era como lanzarse a
una jaula de leones famélicos o, peor, es como
comprarse un paquete de maíz pira y sentarse, con gafas oscuras, a ver cómo el
sol se devora todo, despacio, implacable. Me quedé callado, por supuesto.
Caminamos por espacio de una hora, nos movíamos por
calles imposibles, calles de un solo andén, calles que eran como corredores en
las que los perros no entraban por miedo a las ratas. Al fondo de una de esas
calles había un muro, y en ese muro, que no estaba terminado y que se veía que
daba a la nada, había una ventana. Belano me preguntó “¿Qué hay detrás de la
ventana?”, yo me quedé callado. Belano supo que yo no iba a decir nada, que no
iba a intentar una respuesta desesperada. Entonces me abrazó y sonrió, y me
ofreció un cigarro. Y volvimos por donde habíamos venido.