viernes, 11 de mayo de 2018

El espíritu de la literatura



Hay libros que queman. Hay palabras que queman. Estoy seguro de que existe una sintaxis incandescente que tiene la potencia de obcecarnos. Lo sé. Lo intuyo. Lo sé. La he visto. Se trata de la sintaxis del fracaso. Mejor, el lenguaje de la desproporción y de lo falible. Como Lovecraft, he soñado con esa posibilidad monstruosa, que pasma, que hiela la sangre, que mira y escarba y cava hondo en nuestra solitaria y muda alma. Imaginemos qué le ocurre a la inocua razón en tal escenario.
Sucede que lo soñé. Pero leía. Me deslicé en la lectura. Mi mente cautiva, prisionera de esa sintaxis de giganta preñada. Mi inconsciente con la mirada ladina se ubicó en una zona en que podía atestiguar el ahogo y el repudio y la maravilla de abismarme en la contemplación.

Evgueni Zamiatine

Sucede que soñé. Leía a Zamiatine. Nosotros[1]. ¿Mencioné que rindo culto y holocausto a las novelas que prometen la desgracia? Haré una digresión aquí (pero ¿lo es?). no me place leer relatos de alegría. La estructura de la esperanza me es desagradable. ¡La detesto! La felicidad es un discurso tan falto de carácter por su intrínseca pulsión que aburre. Si se busca la felicidad en la vida pedestre del día a día, ¿para qué subyugarse a una caricia complaciente en la literatura? Mi opinión es que ser humano es estar en perpetua crisis, pero si se ha sucumbido al engaño de la búsqueda de la felicidad, de la calma, de la anodina tranquilidad se niega la sodomía connatural de la autoconsciencia, de la abstracción. ¡La misión de la literatura, de la poesía, es la de sacarnos el tapete de debajo de los pies, sin compasión, con crueldad!
Sucede que era cautivo de la desgracia y la descomposición de la fe y de la esperanza en la novela de Zamiatine (un conocimiento seguro de su infalibilidad es fe)[2], y su sintaxis, aún acuso el episodio, me tocó seco en el esternón, no de forma frontal, no fue una embestida, no, fue el eco de una percusión de máquina que se proyectó del fondo de las páginas en esa escena suntuosa que se da el lujo, el lujo vil, Evgueni Zamiatine de componer entre D503 y el Benefactor. Para ponerlo en mejores términos, diré que leyéndola sentí la visita de un ave mojada aleteando dentro de una campana herrumbrosa.



El Benefactor acababa de levantar el velo de la noche para espiar en la inocencia de la existencia. Mi inconsciente visitó un texto pesado y enorme, antiquísimo, fugaz. Como a Lovecraft, se me revelaba un tomo escrito en lo que fuera la lengua de Dios. Pero este códex, este grimorio que se me presentó, no era un Necronomicon o un tomo que compilara los manuscritos Pnakóticos, no, línea tras línea se sucedían combinaciones de sonidos consonánticos oclusivos sin marcas vocálicas: el lenguaje desnudo. La atmósfera del sueño me circundó, luego me desechó; supe que, si descifraba el libro, si lo tocaba, si lo recordaba, si miraba el envés del sueño algo insoslayable ocurriría. Dejé que me abandonara en las inhóspitas costas de la vigilia que diseñaba el café en el que mi insoportable cuerpo se sentaba a presenciar la literatura.

Painting (1946)

Me giré (o aquello que soy se giró) y vi por la ventana que el cielo se había transformado en una cosa innombrable.   


Roberto Segrov 
Mayo de 2018

Las imágenes fueron tomadas de:

Nosotros, portada libro: http://www.hermidaeditores.com/nosotros

Pintura de Francis Bacon: https://www.moma.org/explore/inside_out/category/conservation/ 



[1] Novela del escritor ruso Evgueni Zamiatine (1883-1937), escrita en 1921 y finalmente publicada en 1929 en Francia, luego de ser prohibida por el régimen estalinista.
[2] D503 nos propone este bello y siniestro oxímoron: la fe, como es bien sabido, prescinde de la razón. Fe no es conocimiento, fe es convencimiento, es desnudez de saber, es intuición. El conocimiento parte de la duda, de su entera falibilidad. Zamiatín propone un encuentro insoslayable entre un conocimiento desnudo de sí, transformado en fe. Zamiatín quiere conjurar el improbable milagro y presentárnoslo todavía goteante, a modo de tierno insulto si acaso nos es imposible digerir la tiesa piedra del sarcasmo.

viernes, 10 de febrero de 2017

Forget it, Jacke, this is Castel Town!


En una esquina estrecha de Castel Town, hay un hombre con una guitarra eléctrica. Es una Stratocaster de mástil festoneado (o escalopado, si se traduce literalmente del inglés, que es el idioma que inventó la manera de secuenciar la electricidad en frecuencias amplificadas). El hombre es una sombra que se recorta contra el espacio. Nadie sabe de dónde ha venido. Se cree que es una emanación de la alcantarilla más próxima. Eso, o la proyección despiadada del maullido de algún gato peregrino. Es bien sabido que en esta ciudad de la furia, los gatos habitan y conviven, y se extienden como en un reino de niebla y dolor.

El hombre, en honor a una guitarra hecha para la súper velocidad, improvisa escalas pentatónicas y frigias, realiza complicadas maniobras de sweep picking, de tapping y de harmonic minor-sweeps, ejecuta enrevesadas armonías y ritos sobre esa zona incandescente, sobre ese universo de estruendo y candela que es su guitarra. El hombre llora, como es previsible; sabe que en Castel Town no hay sitio para un alma venida del trueno, o venida de la nada.



El guitarrista ignora, o quiere ignorar, que todo lo demás, todo lo que hay viene de la nada. No hay manera de mirar al firmamento y otorgarle un nombre al horror de la distancia, plagada, por demás, de malignas estrellas. El guitarrista, pongamos, el axe shredder, improvisa ejercicios de discordia con la nación en la que se sumerge. Esa nación súbita que le satura el cabello de polillas nocturnas. De aleteos del caos.

Ya que este hombre se quiebra los dedos en la ejecución de lo imposible, las polillas le besan los párpados con el terciopelo de su afrenta voladora y con cada aleteo, al otro lado del planeta, la desgracia se manifiesta jubilosa. 

Pero no hay que ir tan lejos. Doblando la esquina, donde el eco cibernético de un adagio  a lo Albinoni, pero a lo Yngwie Malmsteen, a lo Kiko Loureiro, a lo Guthrie Govan, todavía se percibe, e inunda la cansada noche de una voz penumbrosa, un hombre se encoge dentro de una tina. Lo rodean sus pinturas y el recuerdo de una mujer que jamás existió. Yace bajo su propio vómito este hombre que no pudo sacarse el aire de los ojos, que murmura todavía el nombre de esa invención suya, de esa palabra que rescató una vez, cuando el fuego súbito y cacareante de un fósforo, le dio la certeza de una sonrisa contenida, porque el fuego libera, como la mentira, como la verdad, como el deseo.


En Castel Town se ha cometido un crimen: una mujer ha cavado hondo. Una mujer ha tocado profundo. Una mujer ha desnudado la insufrible humanidad de un hombre que hasta entonces ha vivido en la soledad de su cuerpo.

Nuestro guitarrista interpretará un réquiem por aquellas almas venidas del otro lado de la calle, que es como decir, venidas del otro lado del desierto, o del otro lado del aliento.

Hay un resquicio por el que todo se cuela. Por el que todo se escapa. Allí habitan los infames, justo en el segundo en que el reloj marca o da entrada a la hora de los ladrones.


Roberto Segrov

jueves, 1 de septiembre de 2016

¿Qué hay detrás de la ventana?


El otro día me encontré con Arturo Belano. Recorría una calle caliente del sur de la ciudad. De hecho, no se trataba de una calle; era, mejor, una porción de tierra que quería ser calle o que se había proyectado como calle, o que había sido calle, pero la extensión agreste de más allá la había convertido en una suerte de simulación de cualquier cosa. ¿Qué cosa? El mundo.

Belano se veía enfermo. Se veía delgado, amarillo y despeinado. Tenía las manos blancas. No digamos limpias, no, blancas como si acabaran de amasar pan, como si acabara de meter sus manos en un saco de harina. No pude arriesgar más conjeturas porque Belano me pidió que lo siguiera. Se dio media vuelta y encendió un cigarro, lo recortaba la luz rabiosa de un día que se negaba a someterse en la distancia tras unas montañas que parecían no siempre haber estado ahí.
Al principio no lo seguí. ¿Por qué iba a hacerlo? Cierto que Belano posaba de bacán y todo, pero no nos conocíamos muy bien, además, lo de sus manos me había inquietado; mis ojos se habían tropezado con unos guantes quirúrgicos cerca de donde él había estado de pie. Si cabe anotarlo y no resulta del todo exagerado, aquello me puso la piel de gallina. Después decidí seguirlo porque me había retado. Me había dicho que Bogotá no era mejor que el D.F., que, de hecho, era bien parecida a Villaviciosa, a Brownsville, a Blackcreek, que, mejor aún, Bogotá parecía haber sido la materialización de los planos soñados de Estridentópolis, que no le viniera con cabronadas de quedarme mirándolo alejarse en el crepúsculo, que me olvidara de que su cabello lo iba a desordenar el infausto viento de las orillas de esta ciudad infame a la que Le Corbusier había condenado a patear su miserable destino.

Aquello me pareció razonable, así que lo seguí. Sí, lo seguí por el abismo que es el erial en que termina la city, pero, luego, Belano se internó por una calle estrecha en la que parecía nacer y morir a iguales proporciones el ruido del descampado y del barrio en que se había convertido, de pronto, nuestro paseo.

Por decir cualquier cosa, le pregunté si recordaba qué cosas había discutido con Cesárea Tinarejo la noche antes de su muerte. Belano me miró con una expresión de por qué eres tan imbécil, Segrov, mira que andar preguntando por la poesía es una total imprudencia, que eso era como lanzarse a una jaula de leones famélicos o, peor, es como comprarse un paquete de maíz pira y sentarse, con gafas oscuras, a ver cómo el sol se devora todo, despacio, implacable. Me quedé callado, por supuesto.

Caminamos por espacio de una hora, nos movíamos por calles imposibles, calles de un solo andén, calles que eran como corredores en las que los perros no entraban por miedo a las ratas. Al fondo de una de esas calles había un muro, y en ese muro, que no estaba terminado y que se veía que daba a la nada, había una ventana. Belano me preguntó “¿Qué hay detrás de la ventana?”, yo me quedé callado. Belano supo que yo no iba a decir nada, que no iba a intentar una respuesta desesperada. Entonces me abrazó y sonrió, y me ofreció un cigarro. Y volvimos por donde habíamos venido.      
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtava .

miércoles, 27 de julio de 2016

Un fantasma en llamas


Sin demora, con los ojos puestos en la nada, sentado a una mesa en la mitad del desierto eterno que es el norte de México o que es México todo por debajo del tiempo y del trauma de la historia, una historia que no le toca, no del todo, que apenas le roza, porque México, lo que se dice México como región más transparente, por decirlo de algún modo, no le pertenece a esta dimensión, en la mitad de esa región escribe Fuentes.

Fuentes no escribió. Escribe. Que es como decir que sigue sentado a esa mesa con el polvo sobre las pestañas y las marcas del agua que le bajó y le sigue bajando de los ojos marcándole el rostro como si se tratara de motivos iconográficos o arquitecturas Toltecas o Aztecas, o Mayas. Pero la prosa de Fuentes es fantasmal. Lo que quiero decir es que Fuentes escribe acerca de fantasmas en zonas fantasmales o espectrales; escribe historias de fantasmas en las que los protagonistas no son fantasmas o almas desgraciadas, sino gente que se va a morir y que se mueve en el límite o al borde de un abismo o que se encuentra ya en caída libre, en ese punto sin retorno del que supo tan bien Kafka expresarse y del que Fuentes, sin duda, se apropia para internarse en el crepúsculo de las historias de su país, que es continente.


Los personajes de Fuentes son como los personajes de Vicente Fernández, es decir, los personajes que interpreta o que Vicente Fernández es por el espacio o la distancia que dura el celuloide de sus películas. Son personajes hechos para la muerte, seres que mueren acribillados al final de la historia. El proceso que los lleva desde un primer estado (que siempre es una escena congelada en la que el hombre o la mujer, o el animal, aparece quieto, mirando al firmamento como una estatua en espera de las lentas evoluciones cósmicas de las eras) hasta ese otro en el que se despiden salpicándonos la cara de sangre con júbilo es el mismo por el que pasa un aerolito que busca plantarse profundo bajo las tierras inhóspitas de Siberia, del Gobi o de Sonora: el cuerpo sideral está condenado a caer y a reventarse la madre contra las materias de este planeta, en todo caso, en su trayectoria, ilumina todo el firmamento, las montañas y caminos que se le atraviesan, y deja a más de uno ciego.

Cuando uno termina de leer a Fuentes debe hacer dos cosas: 1. Limpiarse las lágrimas hinchadas de ceniza de cuerpo calcinado; 2. Tomarse por los hombros y sacudirse enérgicamente para despertar (el efecto de la escritura de Fuentes es el de un dislocamiento que da entrada a una pesadilla, una pesadilla que, para colmo, no está poblada de gente que uno sólo conoce en los sueños y que hace parte de esa familia que nos corresponde en ese estado, y de cuyos sonambulismos nosotros hacemos parte integral y necesaria, sino que se encuentra poblada de fantasmas de fantasmas, es decir, de gente muerta que jamás conocimos, gente que murió en nuestro plano y que ha vuelto a morir en ese otro plano que es la muerte. Gente que va a seguir muriendo por toda la eternidad).


La muerte para Fuentes es eterna, no deja de pasar, como la vida. Pero la vida es el inicio y Fuentes sabe muy bien que la muerte es el fin y que, axiológicamente, una cosa sigue a la otra. También sabe que después del final no hay nada.

Fuentes se sienta a su mesa todos los días de su muerte y escribe.
Roberto Segrov
Julio de 2016
 
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtava .

domingo, 17 de julio de 2016

El escritor del hambre o un hacha para romper el hielo (Acerca de Vila-Matas y Bartleby & Co.)

[Texto]

[Texto][1]



[Texto]
[Texto]
[Texto][2]



[Texto][3]
[Texto]
Roberto Segrov
Junio de 2016
*Las incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtav


[1] Así las cosas, es el rito el mecanismo que da cuenta de las manifestaciones escriturales de este tipo de libros fantasma. Lo que hay que entender es que el escritor no deja de aplicarse a la tarea de escribir y ficcionar la realidad. El ejercicio de imaginar es constante y como proceso en sí mismo vale. El silencio que se enmarca en la hoja no escrita es el mismo del sueño que se rescata a tirones en la mañana. El escritor del hambre prueba de este modo que la escritura es más un espacio que un hecho, más un movimiento performativo de la narrativa misma que un congelamiento impreso. El escritor del hambre lleva a cabo un rito callado de alusiones ilusorias, sus gestos mágicos conjuran el ruido del planeta y dan apertura a un espacio en el que la ficción como entidad antediluviana se manifiesta en su entera e inenarrable gloria. Una gloria que, por demás, es alarido desesperado, por supuesto.
[2] Hemingway, cómo no, supo expresarlo de manera más acertada. Si bien se puede pensar que Hemingway no fue un escritor del hambre o del silencio, o un anti-escritor, por decir, un Bartleby, sí lo fue de aquellos que rompen el hielo no con un hacha, sino con las manos desnudas. En todo caso, su producción escrita siempre fue desesperada. Eso de pararse frente a la máquina de escribir, de pie, a sangrar, es el acto de quien ronda las inmediaciones del abismo. Muy a su modo, lo dejó para la posteridad en sus formulaciones acerca de la oración perfecta. Previsiblemente, por supuesto, jamás la encontró, y su búsqueda se redujo a esto, lo cual cancela su obra toda. Eso y su sensación de abandono, dolor y desesperación al terminar de escribir un relato o una novela, como si acabara de hacer el amor.
[3] Es posible que Kafka se refiriera aquí al gesto sin sombras del que Borges hace eco en su disertación del Budismo. Del caso Tolstoi, ni hablar.

domingo, 26 de junio de 2016

L’homme de bureaucrate

Al otro lado de la mesa se sienta Camus. Lee un periódico. Se ha subido el cuello de la chaqueta. La mano izquierda se posa sobre ese lado del rostro. El dedo índice extendido a todo lo largo del contorno del pómulo y la sien; los demás dedos se enroscan sobre sí y sobre la boca. Camus lee el diario concentrado, pero su gesto es de dolor, de dolor y lectura. Cuando Albert lee, es como cuando hace el amor. Hacer el amor duele en cierto punto. Hay dos razones para ese dolor placentero al que Lacan llamó sinthome y que quiso unir al género femenino, creyendo que sólo ellas podrían llegar al éxtasis doloroso, a la aniquilación del satori, al nirvana de la despedida: la petite mort; una razón es el hallazgo de la brutalidad liminar bajo la piel del otro en el instante previo a la sima que conduce al país extraño, ese que Hemingway supo tan bien perfilar en su escritura dialógica. La otra razón es el coitus interruptus tántricus. Sólo el tantricus puede lograr ese estado, no un coitus interruptus común de esos que se le vienen a uno encima cuando se está a punto de llegar en el segmento equivocado del video porno que vemos o aquel que nos aborda, absurdo, cuando a punto de llegar bajo la mujer que amamos, o sobre el hombre que se ama, una calle desconocida se nos atraviesa por la mente, una calle que jamás hemos visitado, pero que tiene toda la carga melancólica de la historia de la humanidad, una calle sin nada de particular, una calle desierta que entra en nuestro imaginario y en nuestro placer inminente como un trasatlántico que se vuelca lentamente sobre la acera de enfrente.




Sospecho con bastante certeza que el placer doloroso que aplasta a Camus es de la segunda variedad.

Albert lee con el goce insoportable de quien ya va a terminar y no quiere correrse, no quiere que el ejercicio de funambulismo que supone aquello finalice nunca. Yo lo miro desde el otro lado de la mesa. Entre ambos media el abismo del tiempo, no el del lenguaje. Detesto el francés, debo confesar, pero por Camus hubiera aprendido a hablarlo, a recitarlo, a susurrarlo al oído de las damas y de los pordioseros.

Hay algo que me duele muchísimo. Veo a Camus al otro lado del abismo con toda su carga eléctrica de inconformismo político, con su pesada desazón teológica, con su libertad filosófica, y con toda la monstruosidad de su esperanza. Sí, de su esperanza en el hombre, en la especie humana. Lo miro y me dan ganas de llorar. Me dan ganas de echarme allí mismo a llorar, a sus pies, debajo de la mesa. Le veo como ese hombre que se abraza a una roca porque la roca es su casa, su pena y su hogar. Lo veo andar hacia esa piedra con toda la determinación de la prehistoria para abrazarse a esa esperanza petrificada y para empujar ese peso muerto pendiente arriba.

Pobre Camus. Mira que creer en el género humano es lo único que no le perdono. Camus es tanto o más grande que Kafka, pero en el panteón de mis dioses, qué digo, en el panteón de los dioses, se sienta un escalón más abajo de Kafka y de Dostoievski, y esto es por su debilidad para con el hombre.

Soldados nazis reaccionan ante imágenes de sus acciones sobre la población judía.

Pero Camus ascenderá a la trinidad de Kafka y Dostoievski, y se sentará a la diestra del vacío absoluto. Esto lo sé muy bien, por eso le elevo loas y le quemo inciensos, porque Camus sabía lo que hacía; al lado de su fe por la humanidad desarrolló su crítica a la burocracia: “Después del entierro, por el contrario, será un asunto resuelto y todo habrá revestido un aire más oficial” afirma Meursault. El desencanto de un autómata producto de la aniquilación de la razón es la profecía de aquello a lo que los estados someterían a las sociedades. Tras eso, lo único que nos quedaría para sintetizar una rabia que habría de definir las pulsiones de nuestro tiempo, sería el insulto capital, el grito en el desierto, el alarido de terror en la madrugada que prologa la catástrofe última: “¡Burócrata!”.

Pero el género humano pasará, no a la historia, pasará y quedarán las piedras. Quedará el eco de ese grito rodando por ahí en los valles.


Entonces, Camus ascenderá al lugar que le corresponde.       
Roberto Segrov
Junio 2016
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtava .

martes, 14 de junio de 2016

La noche del mono

Vengo de un paseo escabroso por La Pampa argentina de la mano de César Aira, lo cual es decir que vengo de una pesadilla de arreboles infaustos en compañía de Ema, la cautiva. Vengo de reposar entre las piernas de Ema. Vengo de su saliva simple y gris. Vengo de sus violentos galpones de faisán. Vengo de una inseminación artificial hecha a la maldita sea. Vengo de mirar la nada.

La saliva de Ema sabe a gris. Me inundé en esa saliva por un espacio insufrible, por el tiempo en que me sumergí en la luz histórica de La Pampa rebelde. De La Pampa enigmática. De La Pampa metafísica. No pude escuchar los ecos de ninguna música que no fuera She Painted Fire Across the Skyline de Agalloch en Pale Folklore. Un viento sistemático que se calla cuando las galaxias se revelan en el azul insólito de una apertura que no es de este planeta. Una apertura que es un vacío inabarcable. Que es la desazón. Que es la noche del mono. El rito del silencio. El delicado ritual de una respiración que todo lo sostiene con su perplejidad.

Me queda de ese viaje macabro la filosofía de los indios de La Pampa. La filosofía de las cautivas. La filosofía de los soldados. La filosofía de las piedras. La imagen infinita de los caballos carnívoros y de las perras del desierto. El desbordado fresco de una máquina capitalista que busca contener la agreste futilidad de la última tierra de la Argentina.


Aira (Ema) nos descoloca con su sintaxis científica, con sus revelaciones real mágicas, con la aparente calma de un mundo que busca desintegrarse porque donde no hay lenguaje todo es posible, menos la vida.

Ema, la cautiva es un mundo como un plano, o como la topología de una ciudad ultra industrial calcada sobre el erial del tiempo arquetípico en el que los límites se brotan de mutaciones tangenciales. Aira, con sus gafas y sus cejas enormes, le alarga a uno el diseño de la creación fallida de América Latina. Le alarga a uno una mano helada con unos papeles chorreantes. Ya que uno los recibe, los superpone y puede ver yuxtapuestos los esbozos, los proyectos insufribles del hombre; puede uno ver el holograma de los Chicago Boys recorriendo los límites de la Patagonia con sus sacos al hombro, con los sombreros barridos por el viento, con bocas que lo devoran todo en un rictus de burla. Los Chicago Boys saben muy bien lo que va a pasar con el continente. No les importa; han comprado boletos para sentarse en primera fila a presenciar cómo todo se revienta bajo el peso de la economía.




Uno mira a Aira, pero no le puede ver los ojos porque, como Arno Tieck, como Ulises Lima, como, Julián Sorel, como Ambrose Bierce, todo lo ha visto venir ya hace rato y la luz incandescente de nuestras certezas le rebota en el cristal reluciente de los anteojos.  

Roberto Segrov
Mayo 20, 2016
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtava .