Vengo de un paseo escabroso por La Pampa argentina de
la mano de César Aira, lo cual es decir que vengo de una pesadilla de arreboles
infaustos en compañía de Ema, la cautiva. Vengo de reposar entre las piernas de
Ema. Vengo de su saliva simple y gris. Vengo de sus violentos galpones de
faisán. Vengo de una inseminación artificial hecha a la maldita sea. Vengo de
mirar la nada.
La saliva de Ema sabe a gris. Me inundé en esa saliva
por un espacio insufrible, por el tiempo en que me sumergí en la luz histórica
de La Pampa rebelde. De La Pampa enigmática. De La Pampa metafísica. No pude
escuchar los ecos de ninguna música que no fuera She Painted Fire Across the Skyline de Agalloch en Pale Folklore. Un viento sistemático que
se calla cuando las galaxias se revelan en el azul insólito de una apertura que
no es de este planeta. Una apertura que es un vacío inabarcable. Que es la
desazón. Que es la noche del mono. El
rito del silencio. El delicado ritual de una respiración que todo lo sostiene
con su perplejidad.
Me queda de ese viaje macabro la filosofía de los
indios de La Pampa. La filosofía de las cautivas. La filosofía de los soldados.
La filosofía de las piedras. La imagen infinita de los caballos carnívoros y de
las perras del desierto. El desbordado fresco de una máquina capitalista que
busca contener la agreste futilidad de la última tierra de la Argentina.
Aira (Ema) nos descoloca con su sintaxis científica,
con sus revelaciones real mágicas, con la aparente calma de un mundo que busca
desintegrarse porque donde no hay
lenguaje todo es posible, menos la vida.
Ema,
la cautiva es un mundo como un
plano, o como la topología de una ciudad ultra industrial calcada sobre el erial
del tiempo arquetípico en el que los límites se brotan de mutaciones
tangenciales. Aira, con sus gafas y sus cejas enormes, le alarga a uno el
diseño de la creación fallida de América Latina. Le alarga a uno una mano
helada con unos papeles chorreantes. Ya que uno los recibe, los superpone y
puede ver yuxtapuestos los esbozos, los proyectos insufribles del hombre; puede
uno ver el holograma de los Chicago Boys recorriendo los límites de la
Patagonia con sus sacos al hombro, con los sombreros barridos por el viento,
con bocas que lo devoran todo en un rictus de burla. Los Chicago Boys saben muy
bien lo que va a pasar con el continente. No les importa; han comprado boletos
para sentarse en primera fila a presenciar cómo todo se revienta bajo el peso de
la economía.
Uno mira a Aira, pero no le puede ver los ojos porque,
como Arno Tieck, como Ulises Lima, como, Julián Sorel, como Ambrose Bierce,
todo lo ha visto venir ya hace rato y la luz incandescente de nuestras certezas
le rebota en el cristal reluciente de los anteojos.
Roberto Segrov
Mayo 20, 2016
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtava .
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