En una esquina estrecha de Castel Town, hay un hombre
con una guitarra eléctrica. Es una Stratocaster
de mástil festoneado (o escalopado, si se traduce literalmente del inglés, que es
el idioma que inventó la manera de secuenciar la electricidad en frecuencias
amplificadas). El hombre es una sombra que se recorta contra el espacio. Nadie
sabe de dónde ha venido. Se cree que es una emanación de la alcantarilla más
próxima. Eso, o la proyección despiadada del maullido de algún gato peregrino.
Es bien sabido que en esta ciudad de la furia, los gatos habitan y conviven, y
se extienden como en un reino de niebla y dolor.
El hombre, en honor a una guitarra hecha para la súper
velocidad, improvisa escalas pentatónicas y frigias, realiza complicadas
maniobras de sweep picking, de tapping y de harmonic minor-sweeps, ejecuta
enrevesadas armonías y ritos sobre esa zona incandescente, sobre ese universo
de estruendo y candela que es su guitarra. El hombre llora, como es previsible;
sabe que en Castel Town no hay sitio para un alma venida del trueno, o venida
de la nada.
El guitarrista ignora, o quiere ignorar, que todo lo
demás, todo lo que hay viene de la nada. No hay manera de mirar al firmamento y
otorgarle un nombre al horror de la distancia, plagada, por demás, de malignas
estrellas. El guitarrista, pongamos, el axe
shredder, improvisa ejercicios de discordia con la nación en la que se
sumerge. Esa nación súbita que le satura el cabello de polillas nocturnas. De
aleteos del caos.
Ya que este hombre se quiebra los dedos en la
ejecución de lo imposible, las polillas le besan los párpados con el terciopelo
de su afrenta voladora y con cada aleteo, al otro lado del planeta, la
desgracia se manifiesta jubilosa.
Pero no hay que ir tan lejos. Doblando la esquina,
donde el eco cibernético de un adagio a
lo Albinoni, pero a lo Yngwie Malmsteen, a lo Kiko Loureiro, a lo Guthrie
Govan, todavía se percibe, e inunda la cansada noche de una voz penumbrosa, un
hombre se encoge dentro de una tina. Lo rodean sus pinturas y el recuerdo de
una mujer que jamás existió. Yace bajo su propio vómito este hombre que no pudo
sacarse el aire de los ojos, que murmura todavía el nombre de esa invención
suya, de esa palabra que rescató una vez, cuando el fuego súbito y cacareante
de un fósforo, le dio la certeza de una sonrisa contenida, porque el fuego
libera, como la mentira, como la verdad, como el deseo.
En Castel Town se ha cometido un crimen: una mujer ha
cavado hondo. Una mujer ha tocado profundo. Una mujer ha desnudado la
insufrible humanidad de un hombre que hasta entonces ha vivido en la soledad de
su cuerpo.
Nuestro guitarrista interpretará un réquiem por
aquellas almas venidas del otro lado de la calle, que es como decir, venidas
del otro lado del desierto, o del otro lado del aliento.
Hay un resquicio por el que todo se cuela. Por el que
todo se escapa. Allí habitan los infames, justo en el segundo en que el reloj
marca o da entrada a la hora de los ladrones.
Roberto Segrov