Sin demora, con los ojos puestos en la nada, sentado a
una mesa en la mitad del desierto eterno que es el norte de México o que es
México todo por debajo del tiempo y del trauma de la historia, una historia que
no le toca, no del todo, que apenas le roza, porque México, lo que se dice
México como región más transparente, por decirlo de algún modo, no le pertenece
a esta dimensión, en la mitad de esa región escribe Fuentes.
Fuentes no escribió. Escribe. Que es como decir que
sigue sentado a esa mesa con el polvo sobre las pestañas y las marcas del agua
que le bajó y le sigue bajando de los ojos marcándole el rostro como si se
tratara de motivos iconográficos o arquitecturas Toltecas o Aztecas, o Mayas. Pero
la prosa de Fuentes es fantasmal. Lo que quiero decir es que Fuentes escribe
acerca de fantasmas en zonas fantasmales o espectrales; escribe historias de
fantasmas en las que los protagonistas no son fantasmas o almas desgraciadas,
sino gente que se va a morir y que se mueve en el límite o al borde de un
abismo o que se encuentra ya en caída libre, en ese punto sin retorno del que
supo tan bien Kafka expresarse y del que Fuentes, sin duda, se apropia para
internarse en el crepúsculo de las historias de su país, que es continente.
Los personajes de Fuentes son como los personajes de Vicente
Fernández, es decir, los personajes que interpreta o que Vicente Fernández es por el espacio o la distancia que
dura el celuloide de sus películas. Son personajes hechos para la muerte, seres
que mueren acribillados al final de la historia. El proceso que los lleva desde
un primer estado (que siempre es una escena congelada en la que el hombre o la
mujer, o el animal, aparece quieto, mirando al firmamento como una estatua en
espera de las lentas evoluciones cósmicas de las eras) hasta ese otro en el que
se despiden salpicándonos la cara de sangre con júbilo es el mismo por el que
pasa un aerolito que busca plantarse profundo bajo las tierras inhóspitas de
Siberia, del Gobi o de Sonora: el cuerpo sideral está condenado a caer y a
reventarse la madre contra las materias de este planeta, en todo caso, en su
trayectoria, ilumina todo el firmamento, las montañas y caminos que se le
atraviesan, y deja a más de uno ciego.
Cuando uno termina de leer a Fuentes debe hacer dos
cosas: 1. Limpiarse las lágrimas hinchadas de ceniza de cuerpo calcinado; 2. Tomarse
por los hombros y sacudirse enérgicamente para despertar (el efecto de la
escritura de Fuentes es el de un dislocamiento que da entrada a una pesadilla,
una pesadilla que, para colmo, no está poblada de gente que uno sólo conoce en
los sueños y que hace parte de esa familia que nos corresponde en ese estado, y
de cuyos sonambulismos nosotros hacemos parte integral y necesaria, sino que se
encuentra poblada de fantasmas de fantasmas, es decir, de gente muerta que
jamás conocimos, gente que murió en nuestro plano y que ha vuelto a morir en
ese otro plano que es la muerte. Gente que va a seguir muriendo por toda la
eternidad).
La muerte para Fuentes es eterna, no deja de pasar,
como la vida. Pero la vida es el inicio y Fuentes sabe muy bien que la muerte
es el fin y que, axiológicamente, una cosa sigue a la otra. También sabe que
después del final no hay nada.
Fuentes se sienta a su mesa todos los días de su
muerte y escribe.
Roberto Segrov
Julio de 2016
*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive, de @BookImages y de @kulturtava .