domingo, 22 de mayo de 2016

Encuentros con Pola

He tenido mis encuentros con Pola Oloixarac. Todos funestos. De todos he escapado vivo de puro milagro o por mero accidente. Nuestro primer encuentro fue hace años. Leía yo una revista en la que vi su foto. Me miraba desde un fondo en penumbra y la postura de su rostro, el ángulo en que estaba, hacía que me mirara como me miraba, sus ojos subían dejando caer el largo párpado sobre las pupilas, revelando una pequeña porción de la blanca esclera (o sea, la epiesclera, como todos sabemos). Parecía advertirme que me mantuviera alejado para evitar quemarme o derretirme con su fuerza ciclónica de hembra cibernética. Porque parecía (o era) una diosa de metal y alambres que te podía masticar despacio le rindieras tributo o no, cerraras los ojos o no, alargaras tu mano o no. Como es evidente, la foto empezó a hacer parte de mi colección personal de reliquias amargas y amuletos del infortunio, y tótems del misterio.

La segunda ocasión fue tanto más aterradora. Me encontraba yo en mi habitual pesquisa para dar con entrevistas a escritores en You Tube (venía de una seguidilla de unas cuatro o cinco horas en la que había pasado de Cortázar a Gabo y de éste a Sábato y de Sábato a Foster Wallace, a Juan Rulfo, a Jonathan Franzen, a Rodrigo Fresán, César Aira y a Roberto Bolaño) y de pronto, en la lista de videos de la derecha, vi un rostro desenfadado de turca bonaerense. Temí escuchar su voz porque ya la había escuchado bastante en mi cabeza hablándome días antes, y no soportaba la idea de que pudiese cambiar. La escuché leer las primeras líneas de sus (Las) Teorías Salvajes y deseé (o imaginé o lo soñé, no lo recuerdo bien) estar en un callejón maldito, en la frontera última de la galaxia, donde la materia oscura se desbarranca, y quise estar en un trance insospechado de inercia imparable, pero Pola estaba sentada (o debía estarlo) en el suelo roto de ese callejón final, y leía con su voz imposible las primeras y últimas líneas de las teorías y yo podía alargar la mano y tocarle el cabello, pero ella no levantaba la mirada.



Aún tuve dos encuentros más con Pola. El siguiente fue cuando por fin robé su libro de una librería prestigiosa del centro de la ciudad. Salí como levitando del lugar (había adquirido unos poderes especiales que me permitían robar y andar como si nada) y me senté a leer en una cafetería frente a una cerveza que se calentó porque aquel relato me tomó por asalto, y cuando uno lo lee expele una energía que pone a vibrar el espacio a todo el alrededor, y la gente se levanta de sus mesas pensando que un meteoro se aproxima o que un espectro se ha colado por un sifón. Ya que hube terminado, sentí como si una aplanadora me hubiera pasado por encima, o como si me hubieran dado una paliza, o como si hubiera estado en una ceremonia de iniciación en Papua, Nueva Guinea, y me hubieran lanzado de alimento a los dentados jabalíes. Lo que más recuerdo de aquel episodio insólito son las botitas coquetas de Pola, eso y sus imágenes de sintaxis sólida. 

Lo siguiente que supe, y de lo cual no me enteré antes porque son cosas que no hay que saber, porque es mejor andar por el mundo de los escritores sin saber ciertas cosas, fue lo de la lista Granta. Aquello me puso la piel de gallina. Es decir, ¿quién necesita una lista de esas? La lista Granta de escritores latinoamericanos menores de treinta años. El título es ominoso. De allí rescaté su nombre como sacándolo de una tormenta de flemas. Lo limpié y lo contemplé renovado, y dejé que los demás nombres de la lista ardieran en el vacío de su insufrible destino.



Mi último encuentro con Pola aún está por resolverse. Fui a una librería y pedí su último libro, Las constelaciones oscuras. Pedí que me lo envolvieran muy bien. Lo metí al fondo de mi maleta (sí, todavía llevo maleta, ¿dónde más voy a llevar todos mis libros? Uno no puede salir a las calles salvajes del mundo sin un arma de despedida). Ya que llegué a casa, fui por unas pinzas a la cocina, saqué el libro como si se tratara de una ojiva termonuclear y lo puse en mi biblioteca a buen recaudo entre Villa-Matas (Exploradores del abismo) y H.P. Lovecraft (At the Mountains of Madness).


A veces no puedo dormir porque siento que el libro vibra. Siento pasos andar por la sala. Temo que un día Pola venga a forzarme, a darme de trompadas y a quemarme con sus besos y sus miradas de sefardí canonizada.


*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive , de @BookImages y de @kulturtava
Roberto Segrov
10 de Mayo 2016

Adjunto la dirección del blog de Pola Oloixarac: http://melpomenemag.blogspot.com.co/

lunes, 16 de mayo de 2016

La literatura del trauma



A Stefan Zweig no le gusta insultar a la gente. Es decir, no le interesa lanzarle miradas despreciativas a sus lectores. No al estilo Bolaño o Nooteboom. Cierto es que Zweig, como en un sueño (uno de esos sueños que ocurren poco antes de despertar, cuando el cuerpo quiere cambiar de posición pero no lo hace porque sabe que el sueño se derrumba y las células de ese mundo frágil y profundo y poderoso, y desmesurado como un abismo pintado bajo nuestras camas o bajo nuestras sábanas o, mejor, bajo nuestra respiración, esas células explotan y los muros del día –o de la noche- se nos vienen encima y nos aplastan la mirada); cierto es, decía, que Zweig elige (como en un sueño o el naufragio de un sueño) el camino del exilio, puesto que se ha cansado de la especie humana. No obstante, no tiene el temperamento del chacal letrado, no se le ocurre, porque es un hombre decente (demasiado decente en ocasiones, pero brillante siempre), abofetearnos con su tortuosa ilustración. Habría que tomar por ejemplo, por decir, Novela de ajedrez o Die Schachnovelle (1941) que es su título en alemán, y entender que pudiendo satisfacer el hambre intelectual, Zweig pudo diseñar un artefacto, una máquina, un aparato explosivo que nos quemara las pestañas y nos dejara cansados. Pero no, el bueno de Stefan no escribe un tratado ajedrecístico. Pudo hacerlo, de hecho debió ser un jugador virtuoso, un depredador ludópata del ajedrez y de su hermana bastarda, las Damas, y, ¿por qué no? Del Go; el hermano monje, el shaolin de los juegos de mesa. Zweig hace, sin embargo, como que conoce las reglas básicas del juego y no se detiene en minuciosidades que nos llenen los ojos de lágrimas. A Zweig lo que le interesa es la excusa. Zweig es un escritor lleno de excusas, que se disculpa por su elegancia y le prende fuego a los relatos de la historia para hacerlos arder ante nuestros rostros espantados.

Su tema siempre fue el desatino, el absurdo, la neurosis, es decir, su tema fue la obsesión. Una obsesión que llena a sus personajes de motivos para seguir, de motivos para extinguirse en la locura (o para erigirse como colosos sobre las cenizas pisoteadas de la locura). La transitoriedad de un viaje en barco, en un no espacio como lo es el océano; la acción minimalista de unos personajes que son pinceladas gruesas de unos caracteres caníbales; un inútil juego de mesa; la memoria como lecho del encierro y del horror; el vaciamiento de la razón; la acción y el congelamiento son las armas de las que Zweig se vale para simular y disimular, y revelar a la vez una verdad incandescente y brutal como la poesía con que escribió la época en que el desatino político y mitológico de un pueblo condenó al fracaso al género humano.


No, Zweig no es de los que insulta a la gente, sólo nos mira, cierto que con una sonrisa ambivalente, cierto que con una sonrisa que no sabemos si vemos, que no sabemos si pertenece a este mundo, pero es sólo eso, una sonrisa. Una sonrisa como la mirada de Nooteboom, es cierto, porque Zweig y Cess Nooteboom son como Hansel y Gretel pero ¿quién es Hansel y quién Gretel? Zweig sonríe como sonríe, Cess nos mira como habiendo cometido una travesura horrorosa, y ambos se componen del mismo material, hay que decirlo; ambos están aplastados bajo la impedimenta de la misma crisis. Una crisis que está cifrada en una cicatriz que se hunde bajo los avergonzados pies de Europa, y que le han regalado en tributo a la aburrida acumulación de las acciones humanas. Lo demás, es historia. 




*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive , de @BookImages y de @kulturtava

Roberto Segrov
Bogotá 17 de abril de 2016

lunes, 9 de mayo de 2016

Con los dientes ver el mundo arder

El otro día, la nobel de literatura bielorrusa Svetlana Alexievich estuvo en Colombia. Pero Alexievich, más que una nobel de literatura, parece una tía. Entró con un sastre café y un bolso bien agarrado al costado izquierdo y se sentó frente a cuatrocientas personas con una sonrisa breve. Svetlana es como una tía humilde y tímida, y como toda tía que valga la pena tiene historias para contar. El asunto es que las historias de Svetlana sólo las puede contar una tía que se ha ganado el premio nobel de literatura o el de paz. O sea, historias que sólo una tía que soporta palizas de su esposo o que ha trabajado en algún lupanar de algún barrio infame en alguna ciudad olvidada de África, América Latina o de Europa del este, o que ha hecho las veces de enfermera en la guerra, que no termina, es decir, historias que sólo una tía que ha visto lo imposible o lo que creemos imposible podría contar.   




Con una voz cálida y experimentada, Alexievich fue tomándonos de la mano y con ternura nos hizo tocar el horror. Nos hizo comprender que el dolor y el amor están yuxtapuestos y miran en la misma dirección, y sus fronteras son insoslayables y están cifradas en el átomo destructor y dador de vida; de donde venimos.

El tema de Alexievich es el de la vida en medio de las ruinas. Su oído está puesto en ese espacio mínimo en el que los corazones dejan de latir por unos segundos para regresar a un mundo en llamas. Sus Voces de Chernóbil (1997) y La guerra no tiene rostro de mujer (1985) son artefactos que buscan confrontarnos con nuestro ejemplo de especie.

Alexievich, sin pestañear, refiere una historia que le ocurrió en el transcurso de la guerra entre Afganistán y Rusia. Svetlana viaja a una zona en la que se está llevando a cabo labor humanitaria con los afganos. Le dicen que si quiere ir con las mujeres a llevar juguetes que la gente ha donado para los niños. Ella dice que ha ido a conocer todo eso. El grupo es conducido a un hangar lleno de ancianos, mujeres y niños. Empiezan a entregar los juguetes. Una niña que carga un bebé se le acerca. Svetlana le alarga un peluche. El bebé abre la boca y lo toma con los dientes. Alexievich pregunta por qué el niño lo ha recibido así. La niña retira la cobija en que viene envuelto el bebé. El bebé no tiene piernas ni brazos. “Esto es lo que ustedes, rusos, nos han hecho”, dice la niña. Svetlana afirma que eso la liberó; ya no será más soviética, ya no será más rusa. Será una persona que escucha y registra el dolor ajeno.

Yo me quedé pensando en aquel episodio. Pensé en el gesto del bebé. Pensé en que su cuerpo había aprendido a hacer algo que su mente todavía no comprendía y que jamás llegaría a comprender. De algún modo, ese bebé mutilado se convirtió en un umbral entre dos mundos: el mundo del horror y el mundo del espanto.

Sólo una mujer puede con ello. Sólo una mujer puede escuchar el corazón de los soldados muertos en batalla antes de lanzarlos a un camión sobre una pila inerte de carne y huesos. Sólo una mujer se detiene a mirar la devastación que han dejado las ideologías.

Alexievich dice que es un oído. Que haber nacido en un pueblo de mujeres en el que los hombres habían partido a la guerra y habían muerto en la guerra, le enseñó a escuchar ese murmullo con el cual fue capaz de cristalizar el mundo a su alrededor. Todo lo que tenía que saber lo supo de chica mientras escuchaba a las mujeres hablar. Dice que lo más importante que le ha pasado jamás es eso. Que ha ganado el nobel, sí, que ha escrito libros, también, pero que todo aquello se sostiene por el relato incesante de las mujeres de su aldea.


Svetlana Alexievich camina en un mundo en llamas. Tiene el temple suficiente para quedarse allí viendo el mundo arder. Y al contrario de los demás, no huye del fuego, no le da la espalda al incendio de la historia. Se adelanta y alarga su mano. Y esta mujer no se quema. 

¡No se quema!

http://www.acantilado.es/noticias/acantilado-publicar-el-fin-del-homo-sovieticus-de-svetlana-alexievich-416.htm
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