lunes, 16 de mayo de 2016

La literatura del trauma



A Stefan Zweig no le gusta insultar a la gente. Es decir, no le interesa lanzarle miradas despreciativas a sus lectores. No al estilo Bolaño o Nooteboom. Cierto es que Zweig, como en un sueño (uno de esos sueños que ocurren poco antes de despertar, cuando el cuerpo quiere cambiar de posición pero no lo hace porque sabe que el sueño se derrumba y las células de ese mundo frágil y profundo y poderoso, y desmesurado como un abismo pintado bajo nuestras camas o bajo nuestras sábanas o, mejor, bajo nuestra respiración, esas células explotan y los muros del día –o de la noche- se nos vienen encima y nos aplastan la mirada); cierto es, decía, que Zweig elige (como en un sueño o el naufragio de un sueño) el camino del exilio, puesto que se ha cansado de la especie humana. No obstante, no tiene el temperamento del chacal letrado, no se le ocurre, porque es un hombre decente (demasiado decente en ocasiones, pero brillante siempre), abofetearnos con su tortuosa ilustración. Habría que tomar por ejemplo, por decir, Novela de ajedrez o Die Schachnovelle (1941) que es su título en alemán, y entender que pudiendo satisfacer el hambre intelectual, Zweig pudo diseñar un artefacto, una máquina, un aparato explosivo que nos quemara las pestañas y nos dejara cansados. Pero no, el bueno de Stefan no escribe un tratado ajedrecístico. Pudo hacerlo, de hecho debió ser un jugador virtuoso, un depredador ludópata del ajedrez y de su hermana bastarda, las Damas, y, ¿por qué no? Del Go; el hermano monje, el shaolin de los juegos de mesa. Zweig hace, sin embargo, como que conoce las reglas básicas del juego y no se detiene en minuciosidades que nos llenen los ojos de lágrimas. A Zweig lo que le interesa es la excusa. Zweig es un escritor lleno de excusas, que se disculpa por su elegancia y le prende fuego a los relatos de la historia para hacerlos arder ante nuestros rostros espantados.

Su tema siempre fue el desatino, el absurdo, la neurosis, es decir, su tema fue la obsesión. Una obsesión que llena a sus personajes de motivos para seguir, de motivos para extinguirse en la locura (o para erigirse como colosos sobre las cenizas pisoteadas de la locura). La transitoriedad de un viaje en barco, en un no espacio como lo es el océano; la acción minimalista de unos personajes que son pinceladas gruesas de unos caracteres caníbales; un inútil juego de mesa; la memoria como lecho del encierro y del horror; el vaciamiento de la razón; la acción y el congelamiento son las armas de las que Zweig se vale para simular y disimular, y revelar a la vez una verdad incandescente y brutal como la poesía con que escribió la época en que el desatino político y mitológico de un pueblo condenó al fracaso al género humano.


No, Zweig no es de los que insulta a la gente, sólo nos mira, cierto que con una sonrisa ambivalente, cierto que con una sonrisa que no sabemos si vemos, que no sabemos si pertenece a este mundo, pero es sólo eso, una sonrisa. Una sonrisa como la mirada de Nooteboom, es cierto, porque Zweig y Cess Nooteboom son como Hansel y Gretel pero ¿quién es Hansel y quién Gretel? Zweig sonríe como sonríe, Cess nos mira como habiendo cometido una travesura horrorosa, y ambos se componen del mismo material, hay que decirlo; ambos están aplastados bajo la impedimenta de la misma crisis. Una crisis que está cifrada en una cicatriz que se hunde bajo los avergonzados pies de Europa, y que le han regalado en tributo a la aburrida acumulación de las acciones humanas. Lo demás, es historia. 




*Las imágenes incluidas en este texto provienen de @oldpicsarchive , de @BookImages y de @kulturtava

Roberto Segrov
Bogotá 17 de abril de 2016

2 comentarios:

  1. Me encanta la imagen que pones del sueño. Casi siempre que te sumerges en los libros de Zweig como en tus reseñas es difícil queres dar la vuelta, despertar. La novela de ajedrez muestra cómo las páginas de un libro siguen siendo la salvación en cualquier momento. Nunca el contacto erótico de tus manos frente a la textura de un libro podrá ser remplazado por otra forma de encuentro. "solo con pensar que podía tocar un libro con las manos, aunque fuera a través de la ropa del bolsillo, ya me ardían los dedos hasta la raíz de las unas" (zweig, 57)

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  2. ¡Tal vez uno de los momentos más intensos de la literatura, no sólo de Zweig, sino universal!

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